domingo, 31 de julio de 2011

FALIBILIDAD DEL PREMIO NOBEL

Los seres humanos cometen errores por equivocación o cometen “errores”, podríamos decir “falsos” errores, por influencias ajenas que afectan el objetivo sobre el cual deben tomar una decisión. El Premio Nobel constituido por seres humanos no es una excepción a la regla.
Demás está decir que hay lobbies y presiones feroces para la adjudicación de los Nobel correspondientes a la ciencia y más aún a los de la paz. Omitiré el primero por razones de espacio.
Respecto del Premio Nobel de la Paz (hay que hacer la salvedad de que lo emite Oslo y no Estocolmo), inmediatamente surge a la memoria como una irregularidad patológica, el otorgado a Henry Kissinger. Este servidor incondicional de los intereses políticos de Washington y del Pentágono tiene un extenso prontuario probélico, principalmente el de contribuir intelectualmente a un buen número de golpes militares en América Latina. Su servicio más destacado fue su activa participación en el derrocamiento de Salvador Allende.

                                       Henry Kissinger

Con Kissinger, la imagen del Premio Nobel de la Paz perdió prestigio y terminó ingresando en la noche del descrédito cuando este galardón le fue otorgado recientemente a Barak Obama. Nunca se sabrá cual fue el mérito o los logros del moreno en este rubro para que lo condecoren.

Premios Nobel de literatura
Respecto del Premio Nobel de literatura, lo mejor que puedo hacer es dejarlo hablar a Gabriel García Márquez. ¿Quién más autorizado que él para elaborar juicios sobre merecidos e inmerecidos escritores?

                                                Gabriel García Márquez

Los grandes que nunca fueron (extracto)
Por Garcia Marquez. El País  -  Cultura - 09-10-1980 (hacer click para ver el artículo completo)
Se ha dicho muchas veces que los más grandes escritores de los últimos ochenta años se murieron sin el Premio Nobel. Es una exageración, pero no demasiado grande. Leon Tolstoy, cuya novela Guerra y paz es, sin duda, la más importante en la historia del género, murió en 1910, a la edad muy nobiliaria de 82 años, cuando ya el Premio Nobel se había adjudicado diez veces. Su libro magistral llevaba ya cuatro años y medio de gloria, con numerosas traducciones y reimpresiones en el mundo entero, y ningún crítico dudaba de que estaba destinado a existir para siempre.
                                        Leon Tolstoy

En cambio, de los diez escritores que obtuvieron el Premio Nobel mientras Tolstoy vivía, el único que permanece vivo en la memoria es el inglés Rudyard Kipling. El primero que lo obtuvo fue el francés Sully Prudhomme, que era muy famoso en su tiempo, pero cuyos libros no se encuentran ahora, sino en librerías muy especializadas. Más aún, si uno busca su nombre en un diccionario francés, se encuentra con una definición previa que parece una mala jugada del destino: «Prototipo moderno de la nulidad satisfecha y la trivialidad magistral». Otro de los diez primeros laureados fue el polaco Henryck Sienkiewicz, que se había colado de contrabando en la gloria con su ladrillo inmortal, Quo Vadis. Otro había sido Federico Mistral, un poeta provenzal que escribió en su lengua vernácula y que tuvo el triste honor de compartir el premio con uno de los dramaturgos más deplorables que parió la madre España: don José Echegaray, ilustre matemático a quien Dios tenga en su santo reino.
En los dieciséis años siguientes murieron sin obtener el premio otros cinco de los grandes escritores de todos los tiempos: Henry James, en 1916; Marcel Proust, en 1922; Franz Kafka, en 1924; Joseph Conrad, en el mismo año, y Rainer Maria Rilke, en 1926. También durante esos años estaban sentados en el escaño de los genios nadie menos G. K. Chesterton, que murió sin su premio en 1936, y James Joyce, que murió en 1941, cuando su Ulysses había cambiado el curso de la novela en el mundo, diecinueve años después de su publicación.
En cambio, de los catorce autores que lo obtuvieron en esa mala época, sólo cuatro perduran: el inglés Maurice Maeterlink, los franceses Romain Rolland y Anatole France, y el irlandés George Bernard Shaw. El indio Rabindranat Tagore, a quien debemos tantas lágrimas de caramelo, fue arrastrado por los vientos de la justicia del carajo. Knut Hamsun, el noruego que obtuvo el premio en 1920 en el apogeo de la gloria, ha corrido la misma suerte, aunque menos merecida. Dos años después, la Academia Sueca sufrió su segundo accidente mortal en lengua castellana: el inefable don Jacinto Benavente, a quien Dios tenga lo más cerca posible de don José Echegaray hasta el fin de los siglos. Con mayores o menos méritos, ninguno de los premiados de este lapso lo merecieron tanto como los que se murieron mereciéndolo.
También Marcel Proust murió sin conocer su gloria. Pero hay que ser justos: sólo un poder adivinatorio real hubiera podido prever lo que sería el espléndido monumento literario de este siglo: A la búsqueda del tiempo perdido, sólo publicada en su totalidad después de la muerte del autor.

                                                                    Marcel Proust

Nota de Ricardo: Cuando García Márquez escribió sus comentarios sobre el Premio Nobel, Borges aún vivía, por eso no lo incluyó entre los que fallecieron sin recibirlo.

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